No puedo evitarlo. Debe ser algo innato en mí, pero me encanta el monte. Tengo debilidad por todo lo verde que se riega con el agua del cielo y que crece gracias al sol. Debe ser que estoy como una cabra (por si no lo habíais notado) y que me encanta triscar como mis hermanas.
No tengo especial manías por el tipo de verde a triscar. Puede ser bosque, monte bajo, matojos varios, praderías o simplemente campo abierto, sembrado o en barbecho, con pedruscos o sin ellos, me da igual, mientras sea naturaleza...
Debe ser mi degeneración profesional (o degeneración ociosa), que me hace comparar los terrenos y las cosas que crecen en las regiones naturales de allá donde me paseo de vez en cuando. Estos días aprovecho para recordar los campos de Castilla (que falta hacía) y, sin poder evitarlo, compararlos con los que estoy acostumbrada a pisar y triscar cada vez que puedo por las cercanías de mi ciudad.
No es fácil acostumbrar la vista a los mares calmados de la tierra castellana. Todo lo que alcanza la vista es verde, dorado o de color ocre si ya está labrado, según la estación. El sol hace mella en la vista y no es difícil ver espejismos si estás mucho tiempo bajo la luz brillante de Don Lorenzo.
Pero Castilla no es sólo campo abierto. Los ríos que la cruzan son franjas de álamos y chopos que susurran con el viento. Sus hojas verdes y plateadas dan un aire de magia al paso tranquilo del río. A las puertas del pueblo de mi madre pasa uno de esos pequeños ríos, afluente del Duero. Cuando me viene el insomnio a eso de las cuatro de la mañana me gusta levantarme, abrigarme (porque en las madrugadas castellanas hace un frío que pela, en cualquier época del año) y subirme a lo alto del castillo de los árabes, aquél que conquistó ya hace mucho el Cid Campeador, don Rodrigo, donde un pedacito de historia me (nos) pertenece a quienes tenemos raíces en ese lugar.
Subo a oscuras a la torre, o a lo que queda de ella, porque me sé la colocación de cada predrusco, que para eso lo subí cientos de veces en mi adolescencia. Una vez encaramada me siento con los pies hacia fuera, mirando al este. El color del cielo ya no es completamente negro, empieza a azularse. Las estrellas tienden a desaparecer. Me tumbo y respiro hondo. Hacía demasiado tiempo que no estaba aquí. Cierro los ojos y todavía oigo las risitas y los susurros de aquellos jóvenes que fuimos y pasamos tantas madrugadas en este lugar.
La luz empieza a ser algo más intensa. Todavía no ha salido el sol pero ya puedo ver con claridad todo el pequeño valle. Nunca me canso de mirarlo, de recordarlo... el río es una verde herida entre los campos de cereal, las eras y los huertos.
Don Lorenzo se despierta. Siempre se ruboriza por las mañanas, no sé si es porque se lo ha pasado en grande con Doña Catalina o es que ha tenido sueños no muy decentes y sólo de recordarlo se pone colorao. Pero no le dura mucho. Su tez se vuelve dorada a medida que pasan los minutos y su resplandor empieza a calentar mi piel debajo de la sudadera y el paravientos. Me quedaría aquí eternamente, pero mi estómago empieza a hacer ruido. No es muy poético quedarse en este lugar mientras aquí el colega se queja de que necesita algo para llenarse, así que me levanto y bajo de mi atalaya para ir a por pan y darme un buen almuerzo.
Hoy puede ser un gran día, por lo menos ha empezado bien. Otro día os cuento más sitios verdes.