22/3/08

Verde que te quiero verde (1)



No puedo evitarlo. Debe ser algo innato en mí, pero me encanta el monte. Tengo debilidad por todo lo verde que se riega con el agua del cielo y que crece gracias al sol. Debe ser que estoy como una cabra (por si no lo habíais notado) y que me encanta triscar como mis hermanas.

No tengo especial manías por el tipo de verde a triscar. Puede ser bosque, monte bajo, matojos varios, praderías o simplemente campo abierto, sembrado o en barbecho, con pedruscos o sin ellos, me da igual, mientras sea naturaleza...

Debe ser mi degeneración profesional (o degeneración ociosa), que me hace comparar los terrenos y las cosas que crecen en las regiones naturales de allá donde me paseo de vez en cuando. Estos días aprovecho para recordar los campos de Castilla (que falta hacía) y, sin poder evitarlo, compararlos con los que estoy acostumbrada a pisar y triscar cada vez que puedo por las cercanías de mi ciudad.

No es fácil acostumbrar la vista a los mares calmados de la tierra castellana. Todo lo que alcanza la vista es verde, dorado o de color ocre si ya está labrado, según la estación. El sol hace mella en la vista y no es difícil ver espejismos si estás mucho tiempo bajo la luz brillante de Don Lorenzo.

Pero Castilla no es sólo campo abierto. Los ríos que la cruzan son franjas de álamos y chopos que susurran con el viento. Sus hojas verdes y plateadas dan un aire de magia al paso tranquilo del río. A las puertas del pueblo de mi madre pasa uno de esos pequeños ríos, afluente del Duero. Cuando me viene el insomnio a eso de las cuatro de la mañana me gusta levantarme, abrigarme (porque en las madrugadas castellanas hace un frío que pela, en cualquier época del año) y subirme a lo alto del castillo de los árabes, aquél que conquistó ya hace mucho el Cid Campeador, don Rodrigo, donde un pedacito de historia me (nos) pertenece a quienes tenemos raíces en ese lugar.

Subo a oscuras a la torre, o a lo que queda de ella, porque me sé la colocación de cada predrusco, que para eso lo subí cientos de veces en mi adolescencia. Una vez encaramada me siento con los pies hacia fuera, mirando al este. El color del cielo ya no es completamente negro, empieza a azularse. Las estrellas tienden a desaparecer. Me tumbo y respiro hondo. Hacía demasiado tiempo que no estaba aquí. Cierro los ojos y todavía oigo las risitas y los susurros de aquellos jóvenes que fuimos y pasamos tantas madrugadas en este lugar.

La luz empieza a ser algo más intensa. Todavía no ha salido el sol pero ya puedo ver con claridad todo el pequeño valle. Nunca me canso de mirarlo, de recordarlo... el río es una verde herida entre los campos de cereal, las eras y los huertos.

Don Lorenzo se despierta. Siempre se ruboriza por las mañanas, no sé si es porque se lo ha pasado en grande con Doña Catalina o es que ha tenido sueños no muy decentes y sólo de recordarlo se pone colorao. Pero no le dura mucho. Su tez se vuelve dorada a medida que pasan los minutos y su resplandor empieza a calentar mi piel debajo de la sudadera y el paravientos. Me quedaría aquí eternamente, pero mi estómago empieza a hacer ruido. No es muy poético quedarse en este lugar mientras aquí el colega se queja de que necesita algo para llenarse, así que me levanto y bajo de mi atalaya para ir a por pan y darme un buen almuerzo.

Hoy puede ser un gran día, por lo menos ha empezado bien. Otro día os cuento más sitios verdes.


20/3/08

Miradas 1


Si hay una cosa en la que me fijo con bastante frecuencia es en los ojos de la gente. Me gusta describir a la peña por sus miradas y por sus gestos. Para muestra un botón.

Azul cielo

Contigo aprendí (A. Manzanero)

Contigo aprendí
Que la semana tiene más de siete días
A hacer mayores mis contadas alegrías
Y a ser dichosa, yo contigo lo aprendí
Contigo aprendí
A ver la luz del otro lado de la luna
Contigo aprendí
Que tu presencia no la cambio por ninguna

(1986 Sony Music Ent. (México), S.A.)




Cada vez que enciendo mi ordenador y me sale la pantalla de windows ’98 una sonrisa aparece en mis labios. Y la mente se me va a una faz cuajada de arrugas, cabellos blancos y boina negra calada. Camisa clara de rayas, chaleco negro de raso, pantalones de pana oscuros y sandalias de cuero. La eterna cachava(*) en la mano y la otra libre para sujetarme. La palma que se me ofrecía me brindaba una calidez eterna. Esas manos cubiertas de callos de la azada, de tantos surcos cavados y sudados, de tanto trabajo y de tantas caricias...

Sus ojos eran del color del cielo de los campos de Castilla en verano. Y en su fondo tililaban las estrellas que mirábamos juntos cuando era ya noche cerrada. Mi pelo entonces era, como él un día me dijo, del color de la mies demasiado madura. Dejaba que me subiera al trillo, para triturar la paja, con aquella inmensa mula blanca delante, con las crines y la cola gris. Recuerdo muy bien aquel animal. Le había dado manzanas a escondidas, azucarillos y zanahorias. Eran para ella golosinas. Mis ojos de cielo mimaron a su mula hasta que murió de vieja. Pocas veces he visto llover a ese cielo, y una fue el día que me contó que había encontrado a la pobre Blanquita echada sobre la paja, sin vida. - Una muerte tranquila, - me dijo, - como me gustaría que fuese la mía.

Mis ojos color del cielo me daban paz. Y todavía me la dan cuando le pienso, cuando le recuerdo... la ternura con que me miraba, el cariño con que me enseñaba, la paciencia con que respondía a mis preguntas. Yo siempre he sido de carácter muy inquieto y preguntón. A veces ahora me sorprende la paciencia que tenían mis ojos color del cielo cuando me encuentro en el mismo berenjenal que ellos, cuando mis peques empiezan a preguntar y no acaban. Cuando se me acaba la paciencia me viene a la mente mi querida mirada de cielo y entonces sonrío y sigo contestando. Supongo que debo de poner una cara peculiar al evocarla, porque los peques se tranquilizan y entonces dejan de preguntar.

Empecé a descubrir el mundo con la mirada de cielo. Me llevaba a todas partes y me enseñaba con paciencia infinita. Me aleccionó en cosas del mundo y cosas del alma, en cosas del cuerpo y de la mente. Me leía cuentos y poesía antes de ir a dormir, iba conmigo a misa y me explicaba las partes de la celebración y el porqué de las cosas, o su visión de ellas. Me enseño a escuchar el campo y el río, a sentir el canto del viento entre las hojas de los chopos y los abedules, bebíamos agua de las múltiples fuentes que rodean el pueblo y me contaba cosas de los tiempos pasados. El tiempo no tenía secretos para su atenta mirada y era capaz de oler las tormentas de verano.

Una de las cosas que más me gustaba hacer con mi mirada de cielo era salir a pasear después de una tormenta. La excusa era ir a buscar caracoles, pero siempre acabábamos por perdernos entre los rastrojos o entre los caminos encharcados, oliendo a tierra fresca y a mies mojada, saboreando cada paso, cada piedra, cada mata...

Mi mirada azul cielo era sabia, conocía todas las plantas y sus remedios, todos los animalillos y sus beneficios o perjuicios para el campo. Me enseñó a pescar cangrejos en el río. Eran un bocado exquisito en aquel entonces. Mi madre los preparaba con cebolla y tomate y hacíamos fiesta grande. Los cangrejos eran feos, verdes y llenos de patas, pero cuando mi madre los sacaba de la cazuela eran de un color rojo vivo y muy sabrosos. Hace cuatro o cinco años volví a pescar cangrejos por casualidad. Todos los recuerdos se agolparon en mi mente en un segundo. Sabía como usar las pequeñas redes y cómo poner correctamente el cebo y, por supuesto, como capturar al incauto cangrejo sin que me pillara un dedo con las fuertes pinzas. Mis acompañantes se quedaron de piedra, como me pasa cuando la gente me ve como una urbanita y descubren que tengo más de una cara. Mi mirada azul cielo me enseñó a mostrar entusiasmo por cualquier cosa por sencilla que fuera, a apreciar lo que tengo y a aceptar un mendrugo de pan como si fuera el manjar más exquisito de la tierra.

Mi mirada azul de cielo siempre llevaba una alforja al hombro. En ella llevaba un trozo grande de pan, algo de queso y la bota de clarete casero hecho con sus manos. Cuando nos cansábamos de trabajar o de caminar, nos sentábamos en una piedra del camino o en una sombra y sacaba la navaja de empuñadura de marfil, cortaba una rebanada de pan, un trozo de queso y me lo ofrecía. Y aquello era para mí la mejor de las comidas. Y entonces... mi mirada azul cielo empezaba a contarme cosas que después me ayudarían a sentir y a conocer el mundo con otros ojos.

Mi mirada azul de cielo se fue sin avisar, nadie esperaba su marcha a otro lugar con más paz de la que ya tenía. Sólo recuerdo de entonces un día con muchas prisas y la llegada dos días más tarde de mi madre con mi abuela y mi padre, con el rostro compungido y los ojos llenos de lágrimas. Era un día de noviembre y hacía mucho frío. Y mi corazón se quedó mucho más frío que el ambiente cuando me llegó la noticia.

Pero el tiempo pasa, todos los recuerdos se suavizan, y sólo lo bueno perdura. Mi mirada azul de cielo tenía un dicho que le gustaba mucho usar: “quien no conoce abuelo, no conoce un día bueno”. Cuánta razón tenía.

(*) Cachava: bastón de madera de una pieza con el mango curvo.

Hala... ya piqué

Después de muchos intentos y muchos entornos probados, aquí estoy, "posteando" (no sé si el verbo está ya en el diccionario de la RAE, pero poco le faltará). Sólo me he apuntado a la moda de miles de miles y miles de personas que explican sus cosas y pensamientos en la red, sin más pretensión que pillarle el tranquillo a esto de escribir.

Bueno, espero no aburrir demasiado.

Chitos kon b patokiski. No se me cansen.