
Estoy harta de pasearme por las salas de urgencias del hospital del barrio. Todo este deambular se lo debo a mi “pobre” madre, hipocondríaca donde las haya y que siempre acaba por liarme en sus historias. Sé que peco de blandengue, pero no puedo evitarlo. Cuando me viene con esos ojos llorosos y la nariz colorada, cuando me mira así por encima de las gafas y me dice aquello de..
- Hija mía, no me encuentro nada bien.
Yo entonces me echo a temblar, intento huir, pero sus sollozos y sus suspiros me ablandan. Y ella lo sabe. Y se aprovecha.
La última dolencia es lengua sucia y un nosequé en el estómago. No me extraña. Cada año en primavera pasa igual. Se acabaron los cocidos y las lentejas hasta el otoño, cuando se quite el bañador. Ahora en la nevera sólo hay productos light. De todo, pero bajo en calorías, sabor y consistencia. Lo único que es más alto es el precio. Lo que debería de hacer para bajar esos quilos sería darle a la lechuga y a la zanahoria, que son mucho más sanas y baratas que esas porquerías en las que se gasta el dinero de la pensión.
Bueno, lo dicho. Una vez convencida y arrastrada, aquí estoy, en esta sala de espera, con mi madre enfundada en su mejor vestido y gimiendo ¡Ayes! Cada vez que ve una bata blanca. Porque cuando los médicos o las enfermeras no aparecen se dedica a leer la última novela rosa del escritor de moda. Y yo no sé porque demonios se arregla tanto para ir al hospital.
- Nunca se sabe quien puede verte en esos sitios. Imagina que me encuentro con algún conocido, ¡cómo voy a ir sin arreglarme un poquito!
El “arreglarse un poquito” significa pasarse media hora en la ducha, embadurnarse de crema para el cuerpo de olor a rosas, maquillarse hasta la última peca o granito incordiante que, precisamente le ha salido esa mañana. Revisar todas las arrugas, descubrir alguna nueva y disimularlas lo mejor posible con el último potingue de la marca más cara que hay en el mercado (porque siendo tan cara tiene que ser la mejor). Después se enfunda en ese modelito que se compró hace mucho tiempo y que yo no había visto hasta entonces, y, después de quejarse de que no tiene ropa en condiciones para estos casos (que son una o dos veces al mes) salir hecha un pimpollo de la habitación dispuesta a amargarme la tarde.
No puede decirse que mi madre sea fea, al contrario, sus sesenta y tantos (ni siquiera a mí me los confiesa) los lleva muy bien. Las horas de gimnasio, sus sesiones de masaje, los jacuzzi y los baños de barro, así como algún fin de semana en el balneario de nosedonde la mantienen en forma. Yo siempre digo que eso es un sacacuartos, pero ella me responde que lo necesita, que si su stress, que si sus huesos, que si… el caso es tener excusas para hacer lo que le venga en gana.
También sale de vez en cuando con las amigas de toda la vida. Las que como ella se casaron muy jóvenes en aquellos tiempos y se dedicaron a tener niños y a ser amas de casa que era lo único que sabían hacer y para lo que estaban preparadas. Cada semana montan una merienda en casa de una son los famosos tés con pastas, muchas pastas y, por supuesto, con sacarina. Ese día, mi madre saca el juego de porcelana de Sévres, las cucharitas de plata y el azúcar negro o la sacarina en polvo. Las mujeres llegan a eso de las 4 y se quedan hasta la hora en la que tienen que preparar la cena al marido o a los hijos de turno porque, pobrecitos, no podrían arreglárselas si no estuviéramos nosotras por ellos.
Según ellas, se desviven por sus hombres y sus retoños y después se quejan de la igualdad de la mujer. ¡Si son ellas las primeras que no nos dejan hacer nada!.
- Hija mía, no me encuentro nada bien.
Yo entonces me echo a temblar, intento huir, pero sus sollozos y sus suspiros me ablandan. Y ella lo sabe. Y se aprovecha.
La última dolencia es lengua sucia y un nosequé en el estómago. No me extraña. Cada año en primavera pasa igual. Se acabaron los cocidos y las lentejas hasta el otoño, cuando se quite el bañador. Ahora en la nevera sólo hay productos light. De todo, pero bajo en calorías, sabor y consistencia. Lo único que es más alto es el precio. Lo que debería de hacer para bajar esos quilos sería darle a la lechuga y a la zanahoria, que son mucho más sanas y baratas que esas porquerías en las que se gasta el dinero de la pensión.
Bueno, lo dicho. Una vez convencida y arrastrada, aquí estoy, en esta sala de espera, con mi madre enfundada en su mejor vestido y gimiendo ¡Ayes! Cada vez que ve una bata blanca. Porque cuando los médicos o las enfermeras no aparecen se dedica a leer la última novela rosa del escritor de moda. Y yo no sé porque demonios se arregla tanto para ir al hospital.
- Nunca se sabe quien puede verte en esos sitios. Imagina que me encuentro con algún conocido, ¡cómo voy a ir sin arreglarme un poquito!
El “arreglarse un poquito” significa pasarse media hora en la ducha, embadurnarse de crema para el cuerpo de olor a rosas, maquillarse hasta la última peca o granito incordiante que, precisamente le ha salido esa mañana. Revisar todas las arrugas, descubrir alguna nueva y disimularlas lo mejor posible con el último potingue de la marca más cara que hay en el mercado (porque siendo tan cara tiene que ser la mejor). Después se enfunda en ese modelito que se compró hace mucho tiempo y que yo no había visto hasta entonces, y, después de quejarse de que no tiene ropa en condiciones para estos casos (que son una o dos veces al mes) salir hecha un pimpollo de la habitación dispuesta a amargarme la tarde.
No puede decirse que mi madre sea fea, al contrario, sus sesenta y tantos (ni siquiera a mí me los confiesa) los lleva muy bien. Las horas de gimnasio, sus sesiones de masaje, los jacuzzi y los baños de barro, así como algún fin de semana en el balneario de nosedonde la mantienen en forma. Yo siempre digo que eso es un sacacuartos, pero ella me responde que lo necesita, que si su stress, que si sus huesos, que si… el caso es tener excusas para hacer lo que le venga en gana.
También sale de vez en cuando con las amigas de toda la vida. Las que como ella se casaron muy jóvenes en aquellos tiempos y se dedicaron a tener niños y a ser amas de casa que era lo único que sabían hacer y para lo que estaban preparadas. Cada semana montan una merienda en casa de una son los famosos tés con pastas, muchas pastas y, por supuesto, con sacarina. Ese día, mi madre saca el juego de porcelana de Sévres, las cucharitas de plata y el azúcar negro o la sacarina en polvo. Las mujeres llegan a eso de las 4 y se quedan hasta la hora en la que tienen que preparar la cena al marido o a los hijos de turno porque, pobrecitos, no podrían arreglárselas si no estuviéramos nosotras por ellos.
Según ellas, se desviven por sus hombres y sus retoños y después se quejan de la igualdad de la mujer. ¡Si son ellas las primeras que no nos dejan hacer nada!.
P.D. Aclarar que esta no es mi madre, sino la madre de una amiga que la tiene amargadita a la pobre. A mi me toca una como ésta y me hago huérfana, palabritaderniniohesú.
Hala, Chitos.
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